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María Luisa Campos Ríos, Venezuela

"Hago mía la certeza de que no hay prerrequisitos para poder creer, resguardar y acompañar a cualquier mujer en su emancipación. ”


Ilustración de Lusimar Torrealba, Venezuela


‘Tú eres feminista por eso que te pasó con tu papá’. Una afirmación que he escuchado muchísimas veces, especialmente de amigos varones muy cercanos. Es una frase fantasma que puedo leer en los gestos, incluso de mujeres queridas, una vez que les he dado acceso a mi historia. Es una frase babosa, verde, oscura, un arma de la vergüenza que por muchos años me mantuvo en un lugar incómodo, solitario y silencioso.


Yo no era feminista por la vergüenza, ese sentimiento doloroso que me hacía creer que era defectuosa, indigna de amor, respeto y pertenencia. ¿Cómo no sentirme así?, si por ser mujer se me crió pensando que todo lo malo o lo difícil en mi vida lo merecía, incluso los golpes y el abandono de mi papá. Si, soy venezolana y vivo en un país con la mayor y más compleja crisis humanitaria de Latinoamérica, por más que trabaje no logro ahorrar, y por más que haga no tengo derecho a soñar. Si, soy grande, gorda y la felicidad y el bienestar no son para mí, no podrían serlo porque mi sexo, mi nacionalidad y mi imagen me restan humanidad y dignidad. Cómo no sentir vergüenza si me hicieron creer que lo que lo que soy, pienso y digo no es verdad y mi realidad es una fantasía de un ser sin criterio propio.


La vergüenza es una mentirosa y una ladrona. Por años me costó construir respuestas rápidas a esa afirmación de “tú eres feminista por eso que te pasó con tu papá”, no las tenía, especialmente para separarme en la lógica de que no soy un ser fallido e incompleto, y de que los golpes no me quitaron nada, sólo me dieron la rabia. Mi vergüenza me hacía sentir responsable, culpable de todo el maltrato que me dieron cuando era pequeñita. Me mentía. No era mi culpa. Me robaba mi voz, mi tiempo y mi legítimo espacio en la sociedad, me condenaba al silencio de aceptar que estaba dañada y a la posibilidad de escarnio si me atrevía a contarlo, si me atrevía a validar que sí, efectivamente eso que me “pasó” con mi papá transformó mi vida. Esta vergüenza que me mantenía sola no es casual, venía de familiares, medios de comunicación, del sistema de justicia, del tratamiento pobre y desdeñoso de la sociedad venezolana cuando te presentas sin representación paterna o masculina, especialmente cuando te dejan sin dinero.


Existe un dicho africano que dice que “el conocimiento es sólo rumor hasta que vive en los huesos”. El conocimiento que se insertó en mis huesos gracias a violencia física es un grito que vive en mí y lo escucho todos los días, en el cuerpo, en la piel, en las decisiones, y también en la voluntad, en el atrevimiento, en las ganas de cambio y sobre todo, en la ilusión de contribuir a que no le pase a ninguna más. Eso que me sigue pasando, en gerundio, es mi autoridad, una autoridad que no deseo a ninguna, a nadie. Mi experiencia ante el patriarcado y la misoginia no es un rumor y tampoco un delirio: los golpes me permitieron juntar mis análisis políticos con mis experiencias de vida.


Quiénes me dijeron o pensaron que yo era feminista por “eso que pasó con mi papá” tenían razón. Soy feminista porque exijo, y persigo la dignidad, la justicia y la igualdad para todas las mujeres y niñas víctimas de violencia.


Hoy reclamo esa autoridad, reclamo ese conocimiento, la sabiduría reside en mis huesos. Resguardo la empatía que florece en mí cada vez que miro y entiendo cómo las mujeres y niñas de mi vida experimentan y hacen frente a las violencias con creatividad y resiliencia. Lo reclamo para que ninguna sienta que me tiene que convencer de que no es culpable de las violencias que le ocurren y para que la vergüenza no las aleje de encontrar comunidad. Hago mía la certeza de que no hay prerrequisitos para poder creer, resguardar y acompañar a cualquier mujer en su emancipación. Hago mío el compromiso feminista de desterrar la vergüenza de mi vida utilizando mi voz y mi historia para romper el ciclo de soledad al que me intentaron condenar. Siento mía y extiendo esa comunidad, a veces invisible, de mujeres que nos creemos y sostenemos mientras nos empeñamos desde un lugar de merecimiento y respeto de nuestra dignidad.


Hago mía la incomodidad de crecer y también la de descubrirme más allá de las narrativas culpabilizantes de quienes he tenido que perder para respetarme más. Acepto la incomodidad de buscar mi libertad emocional a pesar de quienes se empeñan en avergonzarme y han preferido vivir en complicidad. ¡Qué se joda la vergüenza! Reclamo quién soy y mis experiencias, reclamo también la niña que fui, el ímpetu con el que nací, mi fuerza y los sueños que quería alcanzar, tomo el poder que quisieron quitarme y a donde volví desnuda, desobediente y ahora con amigas.


Yo no era feminista, ¿o sí?


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