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María Gracia Sandoval, Ecuador

¨Ahí descubrí con otras mujeres a amar el cuerpo que nos enseñan a odiar, a sentirme cómoda y contenida con ellas y a fortalecernos en libertad...¨

Ilustración: Pau Gasol Valls, España.


A mi uniforme del colegio le faltaba un botón. El hecho no importaría tanto si no fuera porque el uniforme era de un colegio de monjas en Quito, pequeña capital de mi país, y que ese día cosí el botón al llegar a mi casa, recordando cómo veía coser a mi abuela y bueno, no me voy a desmerecer, con un poco de sentido común.


Tenía 12 años, estábamos en la mesa de la cocina, esa donde ocurren todas las conversaciones cotidianas de las familias, la mía era bastante tradicional. Esa noche mi papá se puso muy tradicional. Por alguna razón les comenté sobre el botón que pegué en el saco de color rojo oscuro, que se combinaba con una falda de cuadros, haciendo ver a todas las niñas sin diferencia alguna, perfectamente uniformadas y adiestradas. En mi casa nunca se rezó el Ave María ni un rosario madrugado pero, si de educación de calidad se trataba, entonces no tuvimos problemas en fingir interés por las misas de los miércoles.


El botón. Sí, el botón cosido por mí esa tarde fue la razón para que mi papá entre cucharada y cucharada de sopa me respondiera: “Pues me parece muy bien que hayas cosido tú el botón. Ahora que sabes coser ya puedes aprender a cocinar también”.


De modo ipso facto, sin duda alguna, un calor hizo que me hirviera la sangre y se me encrisparan los pelos. Respiré hondo y sin hacer pausa moví mi boca para pronunciar: “Te cuento, papá, que coser y cocinar, son cosas que no están en mis planes”.


Una respuesta que no era de una niña de 12 años. Corrección: que en esa época se esperara de una niña de 12 años. A mi papá lo sorprendió la solvencia y la inmediatez con la que repliqué.


Pero la a afirmación y la respuesta no importan, la magia vino inmediatamente después. Apenas respondí cruzamos miradas con mi mamá y pude ver su sonrisa cómplice, una línea orgullosa y de medio lado que se dibujó en su boca. Ese justo momento mi mamá y yo fuimos compañeras, amigas, aliadas y, sin siquiera conocer la palabra, ni ella ni yo, sentimos como una corriente eléctrica, la sororidad.


Mi papá se sorprendió e inmediatamente miró a mi mamá esperando una explicación por mi irreverencia. Mi mamá mantuvo su sonrisa llena de significados y no dijo absolutamente nada, pues ambas sabíamos que no había nada que explicar.


Ese botón rojo estaba revelando que mi papá no veía en mi los planes que, a los 12 años, yo si lograba visualizar. Fue el punto rojo que nos hizo hablar y poner muy en claro que es lo que no quería hacer – porque siempre me ha sido más útil tener la certeza de lo que no quiero hacer, por sobre las cosas que quisiera hacer -.


Ese mandato social se convirtió en mi mayor miedo desde entonces, y traté de expresarlo de diversas maneras: mutilé mi largo y lacio pelo para llevar una melena corta bien pegada a la cabeza, me negué por años a usar otros colores que no fueran azul y negro y mi armario guardaba solo pantalones de inmensas bastas que se arrastraban en cada paso. Solo hoy puedo entender que fue mi manera de negarme a ser esa niña-molde que se esperaba que fuera.


Yo quería más, pero llevaba a rastras inseguridad, la que se nos impone desde niñas y nos acecha hasta vencernos en ciertos momentos, porque lo que nos han enseñado sobre ser mujer es aterrador y desgastante. Pero a pesar de ello, me he podido refugiar en un espacio abrigador que es la sororidad, y con eso me quiero quedar.


Tengo la suerte de sentirla a diario, no pasa un día en que no comparta esa sensación con otras mujeres, en las situaciones más banales y en las cifras más duras de la injusticia. Ahí está pasando en mi cuerpo y en mi cabeza esa corriente contenedora, incluso con mujeres que no conozco.


A partir de ese día el botón quedó bien pegado. Entre mi mamá y yo hay un entendimiento de la vida de la otra más allá de la obvia relación madre-hija: hemos sido compañeras, mujeres que se solidarizan y se apoyan. Y fue con ella que me sumergí en el vaivén de la danza árabe, espacio que ha sido especialmente significativo. Ahí descubrí con otras mujeres a amar el cuerpo que nos enseñan a odiar, a sentirme cómoda y contenida con ellas y a fortalecernos en libertad.


Ahora pego y despego botones flojos todos los días deconstruyendo ideas, las mías y las de otres, sobre lo que signica ser mujer y ahí, sin máscaras, está la sororidad.

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