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Lesly Mirel Ruíz Brindis, México

¨Mi experiencia feminista entonces, partió del conocimiento de otras para reflejarme en ellas y conocerme por primera vez de la forma más honesta y sincera, sin miedo a ser mala, sin miedo a ser bruja, porque había brujas sabias a mi alrededor.¨

Ilustración de Cristián Garrido, Chile.


Al tiempo que escucho la sesión histórica en el Senado de la Nación de Argentina sobre la interrupción voluntaria del embarazo, impresionada por el nivel de debate, por lo aberrante de ciertos argumentos y lo brillante de otros, imagino el sentir de mis compañeras argentinas, de las pibas poderosas. De igual manera, me emociono por escribir sobre mi experiencia feminista.


¿Qué cómo me hice feminista?, ufff, siempre quise que alguien me hiciera esta pregunta y que estuviera dispuesto/a a escuchar de mi voz lo que este proceso ha sido para mi. Tanta veces me habían preguntado: ¿por qué eres feminista?, ¿para qué? Yo di muchas explicaciones, quizás para convencerme de que tenía sentido; agotada de explicar mis razones, mis motivos, mis dilemas, defendiéndome para mostrar que mi postura feminista no es un disparate y que no es pura emoción irracional (aunque ahora sé que sí viene de las entrañas, de la rabia, la indignación y el dolor, a la vez que viene de la alegría de saberme poco a poco más libre y de sentirme acompañada por tantas).


Mi conversión al feminismo, como si se tratase de una religión, inició hace varios años. Lo digo así porque a ojos extraños pareciera que me adherí a una secta, que me fui a vivir a un lugar oscuro, que me acerqué a lugares misteriosos, espacios de brujas, de mujeres malas; ante ojos suspicaces, cambié, me volví “radical”, “demasiado intensa”. Y qué paradójico que ante mis ojos, los que al final cuentan, mi experiencia feminista ha consistido en aceptar mi “oscuridad” y que aquello que se piensa y dice sobre las feministas es lo que hoy reconozco que soy.


No ubico necesariamente un momento específico en el que comenzó mi camino feminista, por decirlo de alguna forma, pero logro identificar algunos pensamientos y varios dilemas que me han acompañado. Aquí cuento un poquito.


Antes de irme de Chile, de vuelta a México, compré varios libros. Sin tanto análisis, esperando seguir aprendiendo de este país (que fue mi casa durante dos años), compré “Mujeres chilenas, fragmentos de una historia”, una compilación que llamó mucho mi atención ya que en la portada tiene una foto en blanco y negro con decenas de niñas de entre 4 a 12 años, vestidas con sus abrigos, ninguna sonriente, como en una foto escolar; una compilación exquisita sobre las mujeres en el Chile prehispánico, sobre la vida cotidiana de las esclavas negras, la escritura de las mujeres en la época colonial, sobre oficios y profesiones, de las mujeres chilenas en la teología, entre otras. Una experiencia similar, ya en México, fue para mi visitar el que hoy es mi museo preferido, el Museo de la Mujer, de reciente creación (2011), ubicado en el centro de la Ciudad de México; museo pequeño y medio escondido, poco concurrido pero lindo, silencioso e ingeniosamente dispuesto para llevar a los y las visitantes en un trayecto de reconocimiento de las mujeres en la historia de México. Desde la época pre colonial hasta la modernidad, desde las diosas mexicas Coatlicue y Coyolxauhqui, madre e hija en disputa, hasta la llegada de la píldora anticonceptiva a México y la revolución sexual de las mexicanas. Este museo me resultó apasionante pues no conocía a casi ninguna de las gloriosas mujeres de las que se hablaba en la muestra. Casi todas eran extrañas para mí, pero también para la historia. En ciertos espacios del museo se nombraba a las mujeres como colectivo: “las mujeres en la colonia”, ”las mujeres en la revolución”, mujeres sin nombre propio, sin personalidad, sin ser recordadas desde su individualidad sino como aquellas que rondaban por ahí en torno a los hombres de México.


Salí fascinada, palpé, vibré y para hacer el cuento corto, salí tan motivada que a partir de ese momento me propuse leer, admirar y aprender de las mujeres; compré libros, consulté artículos, observé documentales sobre mujeres, sus experiencias personales; me sumergí realmente en el mundo de las mujeres, aquellas de las que no sabía nada, de esas extrañas que me habían estado hablando y, sin prestarles atención, yo había continuado mi camino sin su guía. Afiné entonces mi oído para descubrir de manera consciente la sabiduría de tantas, en sus versos, en sus cantos, en sus performances, en sus obras, en sus consejos, en sus mitos.


Me comencé a formar académicamente en el feminismo, seminarios, diplomados, conversatorios, maestría. Mis profesoras me cambiaron la vida, aprendí de economía y género, de salud y género, de justicia y género, de historia y género, de feminismos e historia, del feminismo y la ecología, del transfeminismo y lo queer. Me hacía más preguntas, me encontraba en mis subordinaciones y cuestionaba mi posición e intereses como mujer en el mundo. Mi experiencia feminista entonces, partió del conocimiento de otras para reflejarme en ellas y conocerme por primera vez de la forma más honesta y sincera, sin miedo a ser mala, sin miedo a ser bruja, porque había brujas sabias a mi alrededor.


Desde afuera hacia adentro, pasé por muchas etapas; ¿iré al Encuentro Nacional Feminista?, pero qué dirían de mí. Asistí a marchas feministas, ¿me quito el brassiere? Infinitas dudas y cuestionamientos del por qué me sentía tan contenta y motivada a la vez que apenada y avergonzada de estarme “convirtiendo” en feminista. Conocí muchos colectivos, unos más políticos que otros, unos más empáticos que otros; no lograba encontrar mi lugar. Tenía ganas de pertenecer y de poder decir con toda coherencia que era feminista, pero no sabía si era adecuado decirlo, si estaba lista, si era digna; faltaba y falta camino por recorrer. Encontré entonces que yo era muy diversa, que podía gritar contra los feminicidas y las violaciones al tiempo que quería irme a vivir a África para aprender de aquellas mujeres preservadoras de la vida, aquellas que conservaban las semillas y que alimentaban con casi nada a sus hijos e hijas. Quería ser parte de todo pues encontraba sentido en todos lados sobre los motivos, razones y causas que yo quería y quiero seguir. Acepté entonces que, en mi diversidad, era parte de un gran, gran colectivo igual de diverso, heterogéneo, pero con puntos en común, con subordinaciones en común, con dolores y frustraciones en común.


Aquel 24 de abril de 2016 (#24), la #PrimaveraVioleta mexicana como se llamó por acá, en una convocatoria histórica, salimos a las calles llamadas por colectivos, movimientos, organizaciones de mujeres, todas con una misma voz en contra de los feminicidios, de las desapariciones de niñas y mujeres, y de todas las violencias machistas vividas, sufridas, experimentadas por cada una de nosotras. Volteaba a cualquier lado, veía los rostros enfurecidos, con lágrimas, otros cantando y alegres, con lágrimas; la madres de las víctimas al frente de los contingentes, todas siguiéndolas, todas exigiendo justicia, gritando: ¡NO están solas!, #NiUnaMenos, ¡Porque Vivas Nos Queremos!, vestidas de lila, morado, magenta, negro, cabellos, estilos y atuendos distintos, y por qué no decirlo de estratos socioeconómicos desiguales; divididas en algún sentido, pero nunca tan juntas. En tal encuentro decían por ahí: “la alegría de sabernos juntas”. Saliendo de la marcha me volví a sentir sola y con miedo al caminar de regreso a mi casa por la ciudad.


En estos años he ido recogiendo algunas pistas de lo que es ser feminista para mi, entendí que yo lo defino, que no es una exigencia más, que no tengo que llenar los zapatos feministas porque hay muchos estilos disponibles, y que entonces los que calzaran bien conmigo, que no me lastimaran, ni sacaran callitos o me hicieran sentir insegura, eran los adecuados para mi. Descubrí entonces que no es lo mismo ser especialista en “gender issues” y ser feminista, que no por ser mujer eres feminista y, sobre todo, que no estás obligada a serlo, que no debía exigirle a mis compañeras mujeres ser feministas, que no debía proyectar mi experiencia en la de las demás, que no podía esperar que todas siguieran un mismo camino y que, en la empatía con ellas, mis compañeras, con sus cuerpos, sus almas y mentes, podía yo ser libre.


¡Descubrí el feminismo!, mi liberación y la liberación de las demás de mis expectativas sobre ellas, de la aceptación de mi cuerpo al tiempo que dejaba de ver la piel de las demás, de estar cerca de las mujeres que amo para abrazarlas en cada de sus dilemas (que capaz son los míos), del respeto por el proceso personal, el mío por supuesto, pero también de aquellas que van hacia caminos distintos, de entender la diferencia entre la empatía y la exigencia; de querer ser, para ti compañera, lo que alguien fue para mi. Especialmente para mi sobrina a la que no pediré que sea feminista, sino que de mi experiencia feminista ella pueda encontrar compasión y amor hacia sus decisiones, hacia su sexualidad, hacia su libertad; que sepa que tiene una tía feminista claro, que sepa siempre que el feminismo ha sido mi camino, el que elegí porque me ha permitido ser cada vez más yo, “más mala porque puedo ser peor” ( ahora entiendo esa frase).

Quisiera sí que todas seamos feministas porque encontrarme con todas caminando sobre la Avenida Reforma en la Ciudad de México, el #24A, alegres de sabernos juntas, ha sido una de las experiencias más poderosos de mi vida. Quisiera que todas seamos feministas porque en este camino me encuentro más sana, más ligera; ahora camino sin tacones, con el pelo suelto, maquillada (cuando quiero y porque es divertido), soltera desde hace tres años y no sola, conmigo y en grupo, conmigo y serena. Esta etapa tan mía, en constante elaboración, es mi experiencia feminista, sin que esta sea la única forma de vivirlo, sin que esto signifique que entiendo del todo lo que pasa en mi mente, lo que atraviesa mi cuerpo y mis emociones, sin que esta sea una experiencia acabada, al contrario, una que al parecer me acompañará toda la vida. ¡Qué encanto lo que falta por recorrer!


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