No sé qué día me convertí en feminista, pero sé que se lo debo a las mujeres fuertes de mi familia, esas que hoy no se llaman a sí mismas feministas. Sus historias de vida, que son también parte de mi historia, me enseñaron de las injusticias, contradicciones, desafíos y luchas que enfrentamos las mujeres.
Mi bisabuela nació hace 97 años en el norte de Nicaragua, pero muy pequeña se trasladó con su papá a una comunidad campesina en el occidente del país. Ahí se casó cuando era adolescente y Dios le mandó 9 hijas y 3 hijos. Nunca me contaron detalles, pero de chica escuché que mi bisabuelo le daba una “mala vida”. La violencia que sufrió, la poca posibilidad de decidir y planificar su maternidad, su fidelidad abnegada incluso en la viudez y la muerte de su hija menor por un cáncer cérvico uterino jamás diagnosticado, me fue enseñando sobre las injusticias de ser mujer campesina en mi país.
Mi abuela también nació en el campo y se casó a los 18 años. Ella y mi abuelo creían que la educación, que ellos no tuvieron, era la posibilidad de bienestar y libertad para sus 3 hijas y 3 hijos. A los 36 años se trasladaron a la capital donde ya estaban sus hijas mayores estudiando. Mi abuela abrió un negocio en Managua y desde la independencia económica, su personalidad fuerte y su liderazgo cautivador en su barrio y su iglesia, desafió en el ámbito público el rol que se le había asignado por ser mujer. Pero, en el hogar, ella seguía asumiendo la cocina, sirviendo y lavando los platos de su esposo y perdonando setenta veces siete como Dios manda, todas las infidelidades de mi abuelo. Su historia me fue enseñando las contradicciones de ser mujer trabajadora en mi país.
Mi mamá vivió la mayor parte de su vida en Managua. De pequeña, aún en el campo, asumió el rol de la hermana mayor cuidando a sus hermanos. De joven, colaboró con la lucha contra la dictadura Somocista y, en el periodo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua, fue voluntariamente a la guerra para defender el proyecto revolucionario. Posteriormente, lideró una organización local que trabaja por la salud sexual y reproductiva de las mujeres, donde conoció muy de cerca la violencia que sufren las niñas, adolescentes y mujeres en el supuesto “sexto mejor país para ser mujer” (de acuerdo al Foro Económico Mundial). Mi mamá aprendió a ser valiente, fuerte y racional en la montaña, el partido y el mundo laboral para ganarse respeto en los espacios de liderazgo tradicionalmente masculinos. Esos valores fueron trascendentales para ser madre soltera y económicamente independiente cuando mi papá falleció y mi hermana y yo éramos aún pequeñas. Hoy, muchos años después, está aprendiendo a abrazar las emociones y a encontrar la realización personal más allá de la abnegación de la maternidad. Su historia me enseñó, los desafíos de ser madre y mujer profesional en nuestra sociedad.
La historia de estas 3 grandes mujeres sigue con mi historia. De pequeñas jugué con barbies, pelones y cocinitas tanto como con rompecabezas, libros y ajedrez. Me perforaron las orejas al nacer, me vistieron de rosado y canté – y confieso que aún canto- a todo pulmón canciones de Shakira dónde el amor es dolor, dependencia a tu pareja y eliminación de tu identidad como persona. Sin embargo, mi mamá y mi papá nos enseñaron a mi hermana y a mi –con palabras y acciones- que podíamos ser lo que quisiéramos ser. Fue, tal vez, mi primer aprendizaje en el camino del feminismo.
En ese andar fue trascendental mi primera marcha a los 15 años, a la que fui con mi mamá y una de mis mejores amigas desde entonces. Era el 2006 y se estaba retrocediendo 100 años en derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en Nicaragua al eliminar la figura del aborto terapéutico y penalizarlo completamente. La indignación que me generó esa decisión de los partidos políticos de Nicaragua, en abierta alianza con la Iglesia Católica, fue el inicio de mi cercanía al activismo feminista y a sumarme a creer y defender que nosotras debemos decidir sobre nuestros cuerpos.
Recuerdo que en ese entonces no quería llamarme a mí misma feminista, me daba miedo. Pero no porque me pareciera ofensivo, si no porque lo veía como un honor que no merecía, como un título que sólo algunas con más experiencia, coherencia, estudios y canas que las mías merecían llevar.
Y aún con el miedo a la etiqueta, mis comentarios me delataban y fui muchas veces la “loca feminista” en espacios en mi universidad, mi trabajo y mi voluntariado. Fui reflexionando mientras crecía, junto a libros y conversaciones con otras amigas brujas, sobre nuestras experiencias personales: el primer acoso, la dependencia de caminar con un hombre para sentirnos seguras, la primera relación abusiva de pareja, el miedo de los hombres a las mujeres arrechas (como se dice en Nicaragua a las personas que tienen actitud fuerte o enojada), las expectativas del amor romántico, las presiones sobre el deber ser de nuestros cuerpos, las frustraciones al no ser escuchadas por hombres en roles de poder, el cuestionamiento de jefes hombres en mi trabajo sobre mi activismo feminista, la petición de apoyo de mujeres para salir del círculo de la violencia, la violación de una amiga que no reconocimos como tal hasta muchos años después o las llamadas de apoyo para acceder a un aborto seguro en un Estado que lo penaliza. Mi historia me ha enseñado la lucha personal y política que implica reconocerse como mujer feminista en nuestra sociedad.
No sé qué día me convertí en feminista, pero poco a poco, al abrazar mi historia familiar, personal y la de otras mujeres, fui entendiendo que ser feminista no es un título que hay que merecer o un punto de llegada. Es dejarse inspirar por otras mujeres y sumarse a este camino vital y liberador donde nos vamos encontrando, cuestionando, deconstruyendo y logramos perder el miedo a ser incómodas, a ponernos las gafas violetas, levantar la bandera morada y la pañoleta verde para luchar cotidianamente por nuestros derechos.