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Lalay Flores Estrada, Costa Rica

"Los siguientes meses nos tiraron huevos, nos escupían en la calle, nos gritaban que ojalá nos metieran en la cárcel. El temor y la zozobra aumentaban, nos tuvimos que mudar por temor a ataques."

Ilustración de Nela Snow, Costa Rica.


—¿Y si nos casamos? —. Esa era la pregunta que yo le hacía recurrentemente.

—No se puede, volvía a repetirme.

Parte de mí entendía sus razones, pero con sus documentos, a los ojos de la ley, éramos como cualquier pareja heterosexual, podíamos hacerlo, casarnos civilmente y mover los cimientos de este pedacito de tierra conservador en el que vivimos. Era como meterle un gol olímpico al Estado. Ganar usando un error a nuestro favor.


Pero la historia comenzaría en 2003, con ella. Venía de un pueblito rural al sur del país y le habían puesto descuidadamente un M en vez de F en todos los documentos de identidad. Una letra: eso era todo.


Yo la conocí muchos años después y me enamoré con locura. De esos amores que hacen que el tiempo se detenga, que te falte el aire. Donde quieres compartirlo todo, lo bueno, lo malo, la vida. Pero lejos del deseo romántico del enamoramiento, también queríamos una vida digna, cuidar la una de la otra y que el estado nos lo permitiese como a cualquier pareja heterosexual que se quiere.


Pero aquí, en Centroamérica, tierra de la eterna burocracia y el férreo conservadurismo católico, un deseo no es suficiente. A los ojos de la sociedad y el Estado sólo éramos un par de chicas jóvenes, pecadoras, viviendo en concubinato escandaloso y sin derecho a nada. Sin reconocimiento de nada.


Seis meses después de encontrarnos nos fuimos a vivir juntas, incluso hicimos un ritual pagano lleno de amor cursi en compañía de la gente que más nos quiere. La idea era celebrar el inicio de una vida en conjunto, lo más cercano al matrimonio a lo que podíamos acceder como pareja del mismo sexo.


Sin embargo, muy pronto esa vida íntima que iniciamos se vio amenazada por la realidad de nuestra situación. Teníamos apenas una semana de habernos ido a vivir juntas cuando ella me despertó de madrugada, el dolor que sufría era intenso, tenía fiebre y mucho malestar. Yo no sabía que hacer, pues nunca me había tocado cuidar de nadie. Entre la angustia, recordé que tenía un seguro privado que nunca había usado antes para este tipo de emergencias. Llamamos y ella le describió los síntomas a la operadora, luego me pasó la llamada para mis datos y hacer uso del seguro, me preguntó por la relación de la paciente conmigo:


—Ella es mi.... (con duda) ¿pareja? —. Esposa quería gritar, pero las palabras no me salían.

—Disculpe — me contestó con preocupación.

— pero este seguro sólo la cubre a usted, su cónyuge, padres e hijos—.

No tenía tiempo para discutir, en mi corazón estábamos casadas, juntas, pero a los ojos de la ley no éramos nada la una de la otra.

—No me importa, (no tenía tiempo) necesito el servicio, cóbreme lo que me tenga que cobrar. Era nuestra primera semana de habernos dado el sí frente amigos y familia y no significaba nada. Ese día fue determinante, todo cambió, era casi como cualquier ciudadana, excepto que el Estado ignoraba nuestros derechos y nos trataba como ciudadanas de segunda.


Así que estaba determinada, haríamos valer nuestra unión y lo llevaríamos hasta las últimas consecuencias. Hablamos con un abogado activista y le explicamos la situación y el error en la cédula. No se lo pensó mucho. Estaba dispuesto a ayudarnos. Él también quería ver el cambio, vivirlo. Conseguimos a los testigos y los requisitos que nos pidió. Convocamos nuevamente a la gente que nos había acompañado un mes atrás. Les explicamos que llevaríamos acabo el primer matrimonio de personas del mismo sexo del país, con todas las de la ley, pero que nadie podía hablar de ello hasta que tuviéramos el certificado en mano.


El abogado nos explicó también que lo hacíamos era un delito penado con cárcel. Lo sabíamos, no que no nos importara, pero sentíamos que lo qué íbamos a hacer merecía la pena; que era mucho más grande que nosotras y que asumiríamos lo que pasara.


Y pasó, tres meses después nos llegó la noticia de que se había aprobado nuestro matrimonio. La emoción era infinita, era la primera batalla y la habíamos ganado.


De ahí en adelante las cosas solo se pondrían más difíciles. La opinión pública se dividía para atacarnos y defendernos. Los comentarios debajo de las noticias que hablaban de nosotras eran nefastos, nuestras familias oscilaban entre apoyo de parte de algunos y silencio absoluto.

El Registro Civil inmediatamente dijo que iniciaría el proceso de anulación de nuestro matrimonio, nos demandó civil y penalmente. Podíamos ir a la cárcel, era real.


Los siguientes meses nos tiraron huevos, nos escupían en la calle, nos gritaban que ojalá nos metieran en la cárcel. El temor y la zozobra aumentaban, nos tuvimos que mudar por temor a ataques.

Más y más gente, sin embargo, se acercaba para traernos luz y apoyo. Eso ayudaba a inclinar la balanza, que no nos sintiéramos tan solas; que no pesara tanto nuestra lucha.


Por unos meses tuvimos las luces de los reflectores en la cara, pero como todo pasa en la vida, la calma también llegó pronto. La efervescencia bajó y mientras tanto, luchamos desde nuestra trinchera en el negocio que manejábamos juntas con una bandera de colores indicando que todas las personas eran bienvenidas.


Un par de años después, en medio de nuestro proceso legal, el país se sumió nuevamente en el debate por el matrimonio igualitario. Todo a raíz de la consulta a la Corte Interamericana de Derechos Humanos que dio luz verde al país para las uniones civiles de personas del mismo sexo, nuevamente ardía Troya.


En ese año de elecciones sentimos que nos jugábamos la vida. Era el candidato en pro a los derechos humanos, contra el candidato con el discurso abiertamente homofóbico, que nos usaba de ejemplo de ideología de género. Hasta ese año no fuimos conscientes del odio que existía hacia la población sexualmente diversa del país. Todo se tornó violento, angustiante, doloroso. Enfrentábamos un enemigo del que no habíamos medido su fuerza y a pesar de no estar preparado, lideraba las encuestas, le llegaba a la gente más conservadora, humilde y temerosa de dios y pensamos en huir.


Fueron tiempos duros, de los más duros que se han vivido en este país de paz. Tiempos de odio, de ataques y de mucha violencia, pero también de gente que se nos acercaba y se refugiaba con nosotras porque éramos un espacio seguro; un negocio dirigido por dos chicas lesbianas casadas y abiertamente LGTBIQ, pero teníamos miedo igualmente.


Afortunadamente pasaron esos meses de angustia y ganamos como país otra oportunidad. Ganó el candidato en pro a los derechos humanos y volvimos a respirar tranquilas. Era la única opción, de no abandonar todo por lo que habíamos luchado.


Un año después, ganamos el juicio contra el registro civil y el caso se dio como sobreseído, sin posibilidad de reabrirse y con cuatro años de matrimonio sobre nuestra espalda. Sin embargo, un año después de ese sobreseímiento el país vuelve a sorprendernos con el intento de un juez notarial por anular nuestro matrimonio, así, de la nada y con las peores intenciones de persecución, en nuestra contra y el notario que nos casó.


A pesar de todo esto, gracias a la Corte Interamericana de DDHH, a la prohibición de matrimonio entre personas del mismo sexo le llegó la fecha de expiración en este 2020. Por lo cual, si al final perdemos (que no va a pasar), nos volveremos a casar, el primer día que se acabe esta ley sin sentido. Porque la lucha continúa y continuará siempre que hayan injusticias, con la frente en alto y sabiendo que estaremos del lado correcto de la historia.


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