¨Mi madre había llegado virgen al matrimonio, mi padre no, por supuesto.¨
Ilustración de Lily Vega, Paraguay.
Nací en 1994, en la ciudad de Asunción, Paraguay. Soy la primera hija de 5 hermanxs. Nací en una familia muy religiosa. Mi madre había llegado virgen al matrimonio, mi padre no, por supuesto. Siempre me llamó la atención ese dato. ¿Por qué manejaba esa información? Porque para mi madre era un valor, que intentaba inculcarlo en mi hermana y en mí. No así en mis hermanos.
Tengo un montón de recuerdos de mi infancia y adolescencia que me permiten sostener que siempre fui feminista, aunque no siempre pude ponerle un nombre a lo que pensaba o sentía. Cuando tenía 5 años me preparaba para ir al primer día de escuela con mis hermanos gemelos, ellos iban al jardín. Recuerdo que al subir al auto mi padre dijo: “que rico perfume tienen los nenes”. Y ese fue el cuestionamiento más prematuro del que tengo recuerdo. Porque me pregunte, y de hecho lo dije en voz alta: ¿y yo?. Mi padre me explicó que cuando hay varones, y se dice nenes ya les engloba a todos, incluso a mí que no era un niño, sino una niña. Su explicación no me convenció, pero la acepte y no discutí. Ese lenguaje genérico me causó malestar a los 5 años. Estaba reclamando mi lugar y no me sentía cómoda, me sentía invisibilizada, aunque no podía entenderlo.
En mi adolescencia, creo que a los 14 años, mi madre me regaló un libro titulado: “CASTIDAD”. Sí, con letras mayúsculas. Lo leí entero, pensando que de verdad eso era un valor y que sería más valiosa si llegaba virgen al matrimonio. Eso me generó un montón de culpa, ni siquiera podía masturbarme, porque era pecado. Mientras tanto mi padre tenía un discurso: “si te gusta Fulano, más vale que empieces a la lavar los cubiertos para que te haga caso”. Bien, lo decía en chiste y todos reían, hasta mi madre. Pero a mí no me causaba gracia y me costó mucho no ser cómplice de esos chistes, porque tampoco quería ser amargada.
En mi familia paterna escuchaba un montón de estas frases. Al menos lo que si sabía era que eran machistas, aunque todavía no existía para mí la palabra feminismo, al menos podía empezar a nombrar las actitudes machistas, con las que no estaba de acuerdo:
-“No sabes tener marido” decía mi abuela a mi prima, que quería separarse de su esposo, quien le había puesto los cuernos y jodido con un montón de dinero.
-“Servime un poco de postre” le decía mi primo a su esposa, quien tuvo que caminar varios metros, embarazada y agotada por los kilos de más, cuando mi primo lo podía hacer solo, ya que se encontraba más cerca.
-“Sos un mariquita, lloras como una nenita” le decía mi tío a su hijo de 8 años porque lloraba.
-“Luis tenía un montón de mujeres, ahora nomás está de la correa” le decían a mi papá delante de mi mamá en reuniones familiares.
-“¿Para qué se embarazó de nuevo?” decía mi abuela con cada embarazo de mi madre. Como si fuera que ella decidía y era la única responsable de eso.
Sentía muchísima impotencia por las diferencias y las desigualdades. Generé un rechazo hacia todo lo que me hacía sentir que no tenía lugar en la sociedad. Hasta que fui a la universidad no pude reflexionar con la información adecuada sobre estos temas. Sin embargo, mientras más consciente iba siendo de las cosas, más enojada estaba con el mundo.
Cuando curse el primer año de la universidad, siendo el año 2012, sentí una gran motivación por las nuevas dinámicas que conocí en un ambiente completamente ajeno al contexto que estaba acostumbrada. Tuve miedo, porque se puso en tela de juicio un montón de ideas arraigadas en mi mente. Pero cuando conocí el movimiento feminista, y conocí a personas que pensaban diferente al entorno donde crecí, aprendí que las mujeres podíamos apoyarnos en lugar de competir, y comprendí que esto era muchísimo más grande que lo que yo pensaba o sentía, que había otras mujeres que también lo vivían. A través del teatro, del deporte, de los mismos grupos de estudio que participaba, empecé a escuchar nuevos discursos, otras formas de percibir la realidad y otras formas de relacionarse entre mujeres. Sobre todo sentí complicidad y sentí valor, porque me sentí acompañada y apoyada.
Por fin, pude darle un nombre a toda esta confusión, y sentir que pertenecía a un lugar. Y salí del closet del feminismo. Siempre había sido feminista. El feminismo llegó a dar respuestas y a encajar perfectamente con lo que estaba viviendo. Y ahí me di cuenta que era una lucha, y que el feminismo es un estilo de vida. No podemos ser feministas solo en ciertos casos, es parte de la identidad de una, al menos para mí es así, y es radical.
Mi primer 8M fue en el 2014, tenía 20 años. Se me cayeron las lágrimas al ver a niñas marchando con sus madres, eso fue una revolución para mí. Y me sigue emocionando ver niñas tan jóvenes marchando. Siento que las respuestas hoy son más fáciles, la información está más a la mano. Hoy tenemos números de asesoramiento jurídico y psicológico por el instagram. Si bien el sistema aún no se encarga de protegernos porque en Paraguay no existe la educación sexual en los colegios y tampoco tenemos aborto legal, si existe una gran movilización social que se visibiliza cada vez más e intenta contener a las mujeres desprotegidas. Hoy es más fácil poner nombres a los fantasmas que antes nos molestaban pero que no sabíamos que era. Aceptar el feminismo en mí, fue poner un orden en mi vida y marcar un norte desde el que tomó todas las decisiones, personales y profesionales. Porque si nosotras no nos cuidamos entre nosotras, nadie lo va a hacer. Siento una gran responsabilidad social con las mujeres, sea mi hermana, mi madre, mis tías, primas, amigas, compañeras, novia, colegas, vecinas, extrañas, extranjeras, etc. Porque todas estamos en una lucha, hasta las que no se identifican con el feminismo.