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Elisabeth Rau Kerckhoff, Ecuador

"En esta colaboración permanente que vivimos las mujeres, aprendí que no hay manera correcta de ser feminista"

Ilustración de Laura Catalina Peña Hernández, Colombia


No soy capaz de especificar un momento clave y revelador en el que me convertí en feminista. Sin embargo, al meditarlo, de inmediato me aparece la imagen de mi madre: huérfana de padre y madre a temprana edad, madre soltera a los 20 años, sobreviviente de violencia doméstica y agresiones sexuales, sosteniendo dos trabajos para darnos la vida que ella no tuvo a mi hermano y a mí.


En las noches de mi niñez, acostada en mi cama, ella me creía dormida, pero yo estaba atenta a cada paso suyo. Solo un destello de la luz del pasillo alcanzaba a entrar en mi habitación, pero aun así alcanzaba para verla a ella o su silueta. Escuchaba sus ruidos en la cocina, preparando el almuerzo del día siguiente. Después, escuchaba las páginas de sus libros y cuadernos, estudiando y haciendo tareas para el curso universitario que tomaba a distancia. Hasta hoy no sé dónde mi madre encontró, y sigue encontrando, energía para seguir adelante.


Tal vez, es mi vida la necesidad más poderosa de acercarme al feminismo; mis experiencias siendo una mujer transgénero. Sonará descabellado, irónico, pero algunos de los momentos más cruciales para mi formación como feminista, fueron los años que “viví” y me presenté como hombre ante la sociedad, cuando era adolescente. Fueron años que me permitieron comprender de manera contundente la hipocresía, las injusticias, lo absurdo de nuestra sociedad patriarcal. En mis años como “espía”, presencié y fui sometida a comportamientos normalizados que sólo se podrían categorizar como arcaicos, irracionales y crueles. He sido testigo en primera persona del dolor, del trauma que la masculinidad tóxica provoca, no sólo en aquellos rodeados por ella, sino también en aquellos que la practican y la promueven.


Como olvidar el indignante relato de uno de mis familiares más cercanos cuando tenía 16 años, uno de mis "referentes masculinos". Mientras manejaba, me contaba sobre una de sus "hazañas", sobre un encuentro que había planeado con una mujer de un busto muy generoso. Al llegar al lugar acordado y al adentrarse en la intimidad, este se percató de que dicha mujer se había realizado una reducción de mamas por el dolor que el tamaño de estas le provocaban. Entre mofa y risas concluyó su historia contándome cómo la rechazó y ridiculizó por haberse practicado este procedimiento, orgulloso de haber reducido a una mujer, un ser humano, a un objeto sexual, al tamaño de sus senos. Este hombre es padre de dos hijas.


Historias como ésta y peores, abundaban como pruebas de “vigor”, marcas de ser “macho”. Desde hombres justificando y haciendo burla de la violencia doméstica y sexual, incitando la violencia en general, totalmente ilusos de sus privilegios y lo peor, sin disposición por aprender o simplemente escuchar. Cuántas veces vi a hombres nobles, empáticos, rebajarse a actos similares por presión social.


Y lo peor estaría por venir, ya que al comenzar mi vivir de manera auténtica, como mujer, las historias que tanto había escuchado, dejarían de ser relatos para convertirse en parte de mi realidad. Lejos atrás quedarían las noches en las que podía salir sin tener que mirar sobre mi hombro. Como mujer, comencé a vivir episodios de violencias y sexualización: un hombre siguiéndome hasta mi departamento en la noche, otro arrojándose encima en el transporte público, otro tratando de abusar de mí mientras dormía, acoso en el área laboral, etc.


Muchos de estos incidentes ocurrieron en presencia de terceros, sólo miraban sin que nadie ofreciera su ayuda. Pensaba en esto el otro día, y me sentí lamentablemente segura; de que la mayoría de mujeres, si es que no todas, han sufrido y sufren a diario algún tipo de acoso o agresión sexual. Es como si para nuestra sociedad, ser mujer fuera sinónimo de ser sexualizada.


Pero fue entre todo este horror, que también tuve el consuelo de descubrir la sororidad; la dicha de tener mujeres que me ofrecieron su aceptación, guía y apoyo incondicional. En mi adolescencia, salía a recorrer la ciudad a pie junto a mi cómplice, con quien viví momentos inspiradores. Al caer las noches, juntas en el taxi, teníamos siempre un plan de emergencia: “si es que notas que el conductor comienza a tomar una ruta extraña, tú le pegas mientras yo abro la puerta o viceversa”, no eran planes muy eficaces, pero era el saber que estábamos juntas, juntas en la incertidumbre. Al llegar a casa, nunca podía faltar el mensaje o llamada, el alivio de que la otra estaba segura. Me rompe el corazón que tengamos que tomar tales medidas y que la violencia de género sea algo con lo que “contamos”.


Años después, compartí experiencias semejantes junto a mujeres de otras nacionalidades; entrelazando aprendizajes y velando siempre por la otra. Todas apasionadas, centradas y diversas. Y aunque a veces nuestras diferencias provocan tensiones entre nosotras, al final del día solo nos enriquecemos con la perspectiva de la otra. Éstas mujeres, tan creativas y diferentes, velan por las más vulnerables entre nosotras.


Utilizando medios como la danzaterapia para sanar a mujeres que sufren de dependencia química ayudándoles a reconectar con sus cuerpos, mujeres que siempre están al servicio de sus comunidades denunciando ferozmente cualquier injusticia, mujeres que ofrecen terapia gratuita a aquellas que experimentan abusos, etc. Porque si algo hemos tenido que ser a causa de este sistema y su historia, es ser ingeniosas. En esta colaboración permanente que vivimos las mujeres, aprendí que no hay manera correcta de ser feminista, que hay que respetar el empoderamiento de cada persona. Lo esencial es que seamos libres y nos mantengamos vivas para empoderarnos como queramos.

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