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Diana Catalina Méndez García, México

"Entonces más allá de ser posible vivir de esta manera, se convierte en una lucha por mantenernos a salvo y con vida día tras día, porque como algunas paredes gritan: ¡EXISTIR ES RESISTIR!"




Ilustración de Foca Diseñadora, México


Nos quieren confinadas, de plástico, inertes, calladas y en casa. Nosotras nos queremos vivas y juntas, en los espacios que hemos ido creando, donde al llegar se comparte el dolor y también el miedo, sin huir de todo eso de lo que no queríamos ser dueñas, pero nos hicieron serlo y nadie se alarmó. Porque era normal ser dueñas por la fuerza y ni siquiera podíamos nombrarlo, pero lo sentíamos y lo sentimos.


Incomoda ir hacia atrás en el tiempo, detenernos donde a lo mejor nada parece excepcional, haciendo una parada en la cotidianeidad.


Ella no quería casarse, aunque eso no era relevante porque “así eran las cosas”. Lo mismo pasó cuando a sus hijas se les negó estudiar y por las condiciones de vida tenían que trabajar. Tampoco era importante si tenían seis o doce años, tenían que dejar su casa e ir a las ciudades a buscar trabajo. En algunos casos hubo embarazos, deseados o no, ahora se convertirían en su único destino. La historia comenzaba de nuevo, porque incomoda saber que nada de esto ha quedado en el pasado y sigue sucediendo, que los tiempos son los mismos.


Es difícil saberse feminista, contrario a lo que pensamos, no todas podemos reconocernos así. A veces me da por pensar que todas somos feministas, aun cuando no nos nombremos.


Después de casarse se le pidió dejar de ser Ella para ahora ser “la madre de la hija de un hombre”. No era una renuncia, era más bien un despido de su existencia y de la noche a la mañana hubo que tomar la mochila llena de sueños y echarla a la basura. Se cuestionó si esos sueños eran realmente suyos o si sólo era el anhelo de terminar con la historia sin final, no para ella, quizá para sus hijas.


Existía el rumor de que ahora, en ese pasado tan presente, las mujeres podíamos ser dueñas de nuestro futuro, podíamos votar y hasta trabajar. Poder trabajar no parecía un triunfo, trabajó desde los ocho años, pero ahora a los veintiuno tenía que pedirle permiso a un hombre para hacerlo. El permiso le fue negado, pero no importó, era mera formalidad, entonces empezó a trabajar para ella y para su hija. Se preguntaba si el futuro era dejar a su hija sola en casa mientras ella cocinaba para un montón de hombres. Lo segundo no le importaba, lo primero le lastimaba. Había quienes le decían que era una mujer mala, por guardar ese sueño. Ser Ella contra el mundo.


Prender el televisor era como darle play automático a una película de terror sin siquiera darnos cuenta. A veces podíamos elegir entre ver “Mujer: casos de la vida real” o mirar algún noticiero donde se hablaba de mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez. Seguramente hablaban de más cosas, pero el recuerdo de esa noticia en específico perdura aun cuando ninguna de las dos lograba entender por qué las mataban.


Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador como Jefe de Gobierno del Distrito Federal comenzaron grandes modificaciones de movilidad y urbanidad en la ciudad. Y durante ese mismo período de tiempo, mientras trabajaba a las orillas de una de esas grandes obras, un policía se acercaba a gritarle día tras día que la odiaba, que odiaba verla trabajar y que en cualquier momento la iba a matar. Ella ni siquiera lo conocía.


Al igual que cuando mirábamos televisión y ninguna entendía por qué mataban y abandonaban cuerpos de mujeres en el campo algodonero, tampoco entendía por qué un hombre le tenía tanto odio; mucho menos pudo entenderlo cuando se atrevió a ponerle la pistola en la cabeza frente a una avenida con un montón de tráfico, mientras le gritaba que la odiaba. No hubo disparo, pero al llegar a casa me contó todo. Tampoco yo lo entendía, era una niña. No dejaba de repetir que sólo podía pensar en mí, en que si la mataban no iba a perdonarse no estar para mí. Sentimos miedo, miedo que se convertía en dolor y ninguna podía comprender las razones.


Envejecimos y seguíamos compartiendo esa bola de sentimientos. El futuro para nosotras consistía en la inmediatez de saber que estábamos bien, si había llegado bien a la escuela, si todo iba bien en el trabajo, si el regreso podría ser llamado como tal y podríamos mirarnos de nuevo al anochecer.


Ella, mi abuela. Ella, mis tías. Ella, mi madre. Especialmente mi madre, quien me ha enseñado a mirar la realidad y, tal vez sin darse cuenta, a mirar el feminismo, aunque ella no se asuma feminista porque son cosas que dice no entiende y que seguramente aprendí en la universidad. Lo que no sabe es que las enseñanzas que atribuye a la universidad son producto de su inconsciente sabiduría, el sueño de poder caminar sin miedo, de poder existir en un pequeño espacio donde el mandato es ser invisible.


Aunque Ella diga que no me enseñó a hacerlo, comencé a salir a las calles, a marchar, a gritar por los feminicidios, por Mariana Lima, víctima de feminicidio, que dijeron que se había suicidado para encubrir a su esposo policía en Estado de México; por Jessica de 14 años, asesinada en 2006 por su primo y amigos en el Parque 2000 de Ciudad de México; por María de Jesús Jaime Zamudio, estudiante del Instituto Politécnico Nacional, asesinada por un profesor de la misma institución; por Lesvy, asesinada dentro del campus de la Universidad Nacional Autónoma de México, estigmatizada y revictimizada, al igual que Mara Castilla, en Puebla, quien abordó un Cabify para nunca regresar a casa y lo que más preocupaba era que había salido de fiesta y no que había sido asesinada; por Karen, modelo argentina encontrada en una habitación del Hotel Pasadena; por Ingrid, de quien la prensa amarillista filtró fotografías de su cuerpo mutilado; por Fátima, una pequeña de siete años, raptada mientras esperaba a su madre afuera de su escuela, y culparon a su mamá por no llegar temprano a recogerla más que al feminicida; por Diana, asesinada en su domicilio durante la cuarentena; por Danna Reyes de 16 años, calcinada, cuyo caso no fue tipificado como feminicidio “porque tenía muchos tatuajes”; por las muertas de Juárez: Claudia Ivette, Esmeralda y Laura Berenice; y por todas las que me es imposible nombrar. Por Ellas salgo y grito. Por Ellas rompo, por ellas quemo.


No es posible vivir con tanto dolor, con tanta rabia acumulada, pero en un país como México donde hay un promedio de once feminicidios al día, el presidente al igual que los rectores de las Universidades y demás autoridades siguen invisibilizando el problema. Mientras hacen recortes presupuestales e inventan una realidad alternativa donde no se violan los Derechos Humanos, y mucho menos a las mujeres y sus derechos, donde no hay feminicidios, ni mucho menos un Estado fallido haciendo como que nos cuidan, pero nos violentan en espacio público, nos hostigan, nos encierran en los vagones del metro cuando vamos a las marchas, nos golpean en las instalaciones de las supuestas Comisiones -nacionales o estatales- de Derechos Humanos alegando que nos encierran para cuidarnos, nos amenazan de muerte, nos llaman incultas, pero también conservadoras, porque vale más el retrato de cualquier “personaje histórico”, las paredes de cualquier edificio, que todas las mujeres desaparecidas, que todas las víctimas de feminicidio o las mujeres que tienen que hacerle la chamba al Estado, para que ya nos falte ni una menos.


Entonces más allá de ser posible vivir de esta manera, se convierte en una lucha por mantenernos a salvo y con vida día tras día, porque como algunas paredes gritan: ¡EXISTIR ES RESISTIR!



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