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María Francisca Stuardo Vidal, Chile

¨Mientras, allá afuera, en ese cosmos rodeado de colegialas, ser deseada era la vía libre hacia el reconocimiento público, una autopista hacia la realización personal...¨

Ilustración de Héctor Ruíz ¨Chaochato¨, México.


Siempre se ríen de mí porque cuento las historias en espiral. Tardo años en narrar cómo pisé un charco cuando fui a comprar pan, me interesa más describir la textura de una tela que aclarar para qué sirve y mis criterios de noticia van más de la mano de la rareza que de la relevancia social. Es que me gustan los detalles.


Por eso, quiero dar contexto a mi historia personal: dos mujeres como hermanas, familia heteronormativa, colegio católico de mujeres, participante activa de grupos religiosos y provinciana en un Chile que se resume a lo que se pueda conseguir en Santiago. En mi mundo, se respeta la siesta del papá porque “pobre, trabaja toda la semana”. En este micro universo el aborto es sinónimo de locura, la virginidad es un control de calidad e integridad; el lenguaje y su apropiación está vinculado con la biología.


También vengo de esa parte de Chile matriarcal, que se esboza con una familia de guerreras, de mujeres que cuidan y de tías que asumen sobrinos como hijos, de viudas que sacan adelante a la camada, de mujeres para las que el fin de mes es una amenaza constante. No lo tomaría en cuenta sino hasta mucho más tarde, pero me remite a una fuerza femenina que buye por mis venas, una herencia de lucha que no puedo, que no quiero desconocer.


De niña era incómoda, testaruda, preguntona, inquisidora. Me decían “la Gladys Marín”, a modo de desprecio. Yo lo recibía firme, mientras por dentro me cuestionaba el mundo, que me daba lecciones, en vez de explicarme el porqué de las cosas.


A esa edad, mi sueño era más aprender a dibujar que convertirme en bailarina. No tanto porque no me gustara sentir el cuerpo en movimiento, sino porque mis tías decían que era muy “eléctrica” para hacerlo bien. Yo era chistosa, pero no grácil.


Cuando crecí, el humor fue mi refugio para lo que no tenía. En realidad, para lo que creí que no tenía. También lo fue la lectura, las ganas de aprender. El soñar que algún día contaría historias desde distintas latitudes, que interpretaría muchas voces y que sería la mejor en eso. Mientras, allá afuera, en ese cosmos rodeado de colegialas, ser deseada era la vía libre hacia el reconocimiento público, una autopista hacia la realización personal.


Años después, graduada de periodismo, cumplí mi sueño y me fui de voluntaria a Haití, un año después de ocurrido el terremoto que desplazó a más de 600 mil personas. Le avisé a mi editor que no seguiría más en el diario, comprimí la vida en un par de maletas y partí. Dejé atrás los cuestionamientos de por qué renunciar a mi trabajo —un buen y prestigioso trabajo— y a un novio —un buen hombre que quizás no me esperaría— para “probar suerte”.


Aquel viaje fue la posibilidad de experimentar la felicidad profunda de sentirme universal, encontrar mi voz, contar historias a través de imágenes, abrazar mis posiciones políticas sin miedo a defenderlas y aferrarme a la esperanza radical de cambiar el mundo. Recorrí mercados abrazando a mujeres que no conocía, extasiada por su fuerza y su alegría de luchar contra la violencia que las acechaba a diario; compartí risas y chistes sin importar el idioma, bailé en la calle, celebrando los atardeceres. Amé, me amé profundamente y en absoluta libertad.


Con eso que lo más difícil de salir de Chile fue volver. Retornar a los antiguos cuestionamientos, sobre mí, mis decisiones, el revival de aquella niña preguntona e inquisidora. Pese a ello, todavía no me adentraba a entender por qué, cuándo y cómo la balanza jamás se inclinaba a nuestro favor.


Pasaron unos meses en los que transité un micro hábitat, muy mío, con el cuerpo en un lugar, pero la cabeza y el corazón repartidos. Me prometí no volver a quedarme en Chile por demasiado tiempo, por miedo a transformarme en una caparazón sin contenido.


Ahí estuvieron mis otras hermanas, mis amigas y maestras. Esas que fui recolectando en viajes, trabajos, cafés desprevenidos, tragos y bailes. Las que se entusiasmaron con cada decisión, sin importar lo que trajera por delante. Las que fueron volcando semillas de inquietud, frases al azar, abrazos sentidos. Esas, se convirtieron en mi familia. Confort. Confianza. Amor.


Durante los años que siguieron, visité muchos países de América Latina, algunos con ruta fija y otros por plazo indefinido, como hoy, que sigo fuera de Chile coleccionando recuerdos e historias. Muchos de ellos sola. Sola. Qué peso tiene esa palabra cuando te preguntan: “Y usted, ¿Se vino sola? ¿No tiene familia?” como si contar con mi energía y mi cuerpo saludable no fuera suficiente. Igual que a los nueve, a los 29 ser mujer y no calzar con la idea predestinada de quién debiera ser me volvía un personaje insuficiente.


Por primera vez, me enfrenté a construir un hogar sólo para mí. A habitarlo y con ello, transitar un nuevo espacio en el que fui transformando lugares agrestes en espacios familiares; entendí que la mesa se ve igual de linda cuando sólo un plato la decora; ejercité el hábito de preguntarme las mismas cosas y responderme, a ver si en una de esas me sorprendía. Aprendí a sacar fotos mentales, a capturar la luz de esos espacios y envolverme en ella, al son de la música, al compás de un buen libro.


A lo largo de ese recorrido, el hogar fue tomando otra dimensión y se construyó como una caparazón que llevo en mi espalda y me acompaña donde quiera que vaya. Transitando ese camino, también mi cuerpo se expuso y se dejó traspasar por los asesinatos de tantas hermanas, a manos de quienes no conciben que sean sólo de ellas. Las lágrimas me brotaron una y otra vez repasando noticias, con la impotencia de saber que ése podría ser el destino de cualquier de nosotras, las viajeras.


Hubo noticias que me desgarraron, que me privaron de la paz de vivir sola. Mi cuerpo se estremeció con la violencia que nos azota en las calles, en los barrios. El paso de la pena a la rabia fue ligero: sentí que al vulnerar su cuerpo era también el mío que se extendía como un campo de batalla, dentro de una guerra que no elegimos pelear.


De la violencia física, fui descubriendo aquellas otras en las que la lucha es mucho más sutil. Esa que tuve con mi cuerpo, con hablar mucho, con reír fuerte, con calentarme, con provocar debate y demostrar disidencia. Con entender que el derecho, la economía y la prensa se usan para mantenernos donde nos quisieran tener siempre: acorraladas.


El feminismo se transformó entonces en una trinchera y la aguja que enhebra mi relato, que le da sentido y que me permite ver hoy todas las incomodidades que enfrenté. Es el medidor de mis desconfianzas, mis miedos, mis inseguridades.


El feminismo me dio sentido y sustento. Me enseñó a habitarme, a recorrer el territorio con un lente crítico, pero alerta. Me quitó los pesos y me enseñó que el amor por otras mujeres no era sino una muestra clara de que nuestra realidad es compartida.El feminismo también me entregó la posibilidad de abrazarme y “apapachar” o “abrazar con el corazón”, como dicen los mayas. De construir danzas colectivas, sentirme protegida y cuidar, como una responsabilidad para hacer que esta lucha perdure. De memorizar frases que destapan nuevos caminos para transitar. De revisitar amores, construir alianzas. De tomarme la mano con otra, sin importar quién sea, porque tenemos tanto en común que no necesitamos presentarnos.

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